¡Ajo! ¿Quién es mi tesorooooo? ¡Cosita tú!... Diríase que cuando nos dirigimos a un bebé o a una criatura de corta edad, somos presas de una alteración temporal del juicio, aunque no sea nuestro hijo. ¿Por qué les gritamos y canturreamos las palabras? Pues según la máxima autoridad en la materia, la psicóloga norteamericana Anne Fernald, de la Universidad de Stanford (Estados Unidos), responde a un impulso innato necesario para el desarrollo afectivo y cognitivo de los humanos con menos de tres años.
Fernald llama lengua adaptada a los niños –IDS, por sus siglas en inglés– a ese modo de expresarse: volumen más alto, gran variación en las tonalidades, frases cortas, repeticiones y pausas exageradas. Se podría decir que no es tan importante la letra como la música; de hecho, se ha demostrado que los tiernos interlocutores son más receptivos al IDS que a los gestos.
Cuando queremos advertirles, rompemos bruscamente las sílabas: "es-ta-te-quie-to", les decimos; para elogiarlos, elevamos el tono: "¡Muyy bieeen!"; si necesitan consuelo, echamos mano de las frecuencias graves y alargamos los sonidos: "¡Ohhh, pobreee!"...
Según los estudios, es más eficaz que la lengua hablada de los adultos y prácticamente universal. Incluso se ha demostrado experimentalmente que los bebés responden a este modo de expresión mientras están dormidos: se activa el área central de sus cerebros.
Hay algunas excepciones, como la de los japoneses, quienes apenas cambian de registro cuando se dirigen a sus infantes; quizá se debe a que son menos proclives culturalmente a expresar sus emociones. También se ha observado que los padres deprimidos usan menos la lengua adaptada a los niños.
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