Es que dormir en la misma cama es una costumbre primitiva. Para el historiador Roger Ekirch, profesor de la Universidad de Virginia y que ha estudiado los patrones de sueño desde la antigüedad al presente, eso de compartir el lecho surgió, entre otras causas, por el miedo y los terrores que causaba la oscuridad en la imaginación de los seres humanos, que preferían amontonarse en un mismo colchón para sentirse más seguros. También era un recurso para combatir las bajas
temperaturas. En estas latitudes todavía nos resulta culturalmente inaceptable que una pareja conviviente no comparta el cuarto y el lecho, aunque eso signifique descansar mejor y, en consecuencia, respetarse más. Consideramos que el mueble y la noche son sinónimo de sexo, y que sin sexo no hay pareja. Sin embargo, al contrario de lo que hasta el siglo pasado recomendaban los terapeutas (abrazarse, cucharear y fundirse en una sola almohada para mantener encendida la llama de la pasión) el dormitorio separado es lo que en verdad mantiene el deseo a salvo. Ruidos indeseables, patadas y peleas por la sábana, desorden y diferencias de horario, o el celular que sigue vibrando sospechosamente hasta altas horas suelen ser la razón por la que a la mañana siguiente miramos con odio al ser que hasta ayer amábamos. La intimidad de una pareja se sostiene preservando la de cada uno, qué duda cabe.
Una encuesta realizada en 2015 por la N ational Sleep Foundation de los Estados Unidos, revelaba que el 25% de las parejas hoy duermen en camas separadas y el 10% en distintas habitaciones, y eso no necesariamente es síntoma de que algo va mal. En fin. Algunos suponen que la distancia fomenta el desamor, y es probable, pero el mal descanso también. Muchos pasan toda su vida compartiéndola, y sin quejarse, pero habría que ver cuánto de carga erótica les queda. Según el investigador británico Neil Stanley, experto en trastornos de sueño, quienes duermen solos tienen 50% de posibilidades de mantener la relación, y será verdad, quién sabe.
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